Con motivo del IV centenario del Quijote (1.605-2.005), y aprovechando las fiestas de ese año, nuestro apreciado párroco, Aurelio Sanz Baeza, nos contó la "verdadera historia del burro de Perín".
Pregón de las fiestas de Perín 2.005
Bien amado pueblo de Perín, conforme al honor y luengos años de historia que en este Campo Oeste de Cartagena sembraron gentilhombres y fermosas doncellas, entre batallas y encantamientos, quiero relatar a vuesas mercedes, con la venia que os pluga y a mí se me conceda, la historia verdadera del rucio de Perín, animal que, no por menos rucio, mas sí por sabio y adelantado a los aconteceres de su tiempo, amén de su olfato y buen criterio, ocupó gran parte de las andanzas del hidalgo Alonso Quijano, sirviendo de cabalgadura a su escudero, el buen Sancho Panza.
Estos legajos que escribió Sidi Hamete Benengeli, y que luego trovó don Miguel de Cervantes y Saavedra, eximio autor de prosa y sonetos, de historias de la andante caballería, en forma novelada de universal reconocimiento, son los que hogaño cuento a vuesas mercedes y que no tuvieron parte en la primitiva redacción del libro Don Quijote de la Mancha. Vale, pues, ser apócrifo este relato, mas no falto de verdad.
Fue que corriendo el año del Señor de 1.590, en un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme, el ingenioso hidalgo Don Quijote decidió seguir los dictámenes de la andante caballería, deshaciendo entuertos y socorriendo menesterosos, y buscar dama que motivara y auspiciara sus aventuras.
Quiso, pues, dirigirse al Reino de Murcia, antes de lo que escribiera Hamete Benengeli acerca de su primera salida por los campos de la Mancha. Alonso Quijano, inspirado por el espíritu caballeresco de Baudolino de la Aljorra, de cuyas historias y aventuras poseía hasta tres libros: “Venganza en Galifa”, “Los encantamientos del Cedacero” y “El Código Perinero”, figurósele sentir la llamada de Casilda Agüera, mujer de buen talle de la diputación de Perín, a la que bautizó en sus delirios con el nombre de Angélica de los Liartes.
Un buen día, en los albores del mes de agosto, con el sol cayendo a plomo, salieron de incógnito Don Quijote con Rocinante, flaco, ingenuo y paciente, como su amo, y Sancho Panza, con un rucio entrado ya en años y descendiente directo, según le contó su abuelo, de la burra de Balaam, llegando la familia hasta el mismísimo asno que condujo a San José, la Virgen y el Niño a Egipto, y descendiente de éste la burrica que entró a Nuestro Señor Jesucristo en Jerusalén, de la cual era, al parecer, tataranieto de sus tataranietos.
Llegaron al reino de Murcia y buscaron el Camino Real de Cartagena, en cuyo puerto vieron por primera vez el mar, y no en las playas de Barcelona, como en el original cervantino se relata. Resultó que, en la ruta de Perín, cuando cruzaban la aldea de Molinos Marfagones, tuvo Don Quijote la visión de gigantes encantados en los pocos molinos de viento que daban nombre a la villa. Lleno Don Quijote de furia, arremetió sobre Rocinante contra el primero que encontró, con tal mala fortuna que vino a dar con la lanza en la puerta que cerrada estaba, cayendo por tierra y maltrecho el caballero andante y rota en cien pedazos la madera, de auténtica encina de los montes de Cartagena. Acudieron los lugareños y, lejos de atender los gritos e improperios que Don Quijote daba contra el temido gigante, llamaron a la Santa Hermandad.
Quiso la Justicia que, en pago por los destrozos, quedara el rucio de Sancho Panza en poder del molinero, amo de aquel molino sin puerta, al no considerar a Rocinante lo suficiente valioso para el trueque.
Y así siguieron camino de Perín en busca de Angélica de los Liartes, caballo y caballero, y escudero a pié enjuto, bajo el sol y con la primera derrota en las entrañas; feliz el hidalgo por sufrir en sus huesos el dolor ofrecido a la dama de sus sueños y sintiendo ya próxima la aldea de Perín, de cuyos habitantes había leído hazañas y apasionantes aventuras en los libros de caballería; triste y haciendo pucheros el buen Sancho Panza, tanto por ser desposeído de su amado rucio, de tan singular progenie venida del más antiguo pueblo hebreo, como por la consecuencia que tendría a la vuelta a su pueblo la burla de sus paisanos y, lo que peor auguraba, la reprimenda de su esposa, Teresa Panza, la cual llenaría de azotes a su esposo donde se piensa que no hay alma.
Llegaron mediada la tarde, con hambre, sed y cansancio y oyeron el jolgorio de música y danzas en la plaza donde se halla la iglesia, llamada ésta de la Piedad, en honor de Santa María, y cuya fiesta preparaban, como en tantas aldeas y pueblos, para el 15 de agosto, día de la Asunción de Nuestra señora.
Asombróse Don Quijote de la multitud de buenas gentes que ocupaban la plaza y las calles: habitantes de Perín, de Tallante, de Las Palas, de Los Puertos de Santa Bárbara, de San Isidro, de Cuesta Blanca, de La Aljorra, de Los Patojos, de Molinos Marfagones, de Canteras, de Galifa y El Portús, de La Azohía, de La Torre y hasta del Rincón de Sumiedo.
Buscaba Don Quijote a Angélica de los Liartes, la más fermosa dama por la cual dar la vida en sus futuras aventuras, mas ningún lugareño supo darle razón de ella. No fue sino tras casi toda la tarde de pesquisas que vino a dar con Casilda Agüera Madrid, que resultó ser madre de ocho hijos, casada con Licinio Montoro Torres, que había partido a las Indias a servir al rey de España y buscar fortuna. Desconsolado quedó Don Quijote y propúsose encontrar otra dama a la que dedicarle su sangre si fuera menester.
Mientras, todo el mundo festejaba la proximidad del día de la Virgen, corriendo sin obstáculo alguno el vino, el pan y las viandas entre la multitud. Halló el regidor del lugar, el bachiller Armando de Bricolaje, que a las veces hacía de alguacil, indecorosa una hierba crecida en la espadaña de la iglesia, de vistosas hojas en racimo de a cinco. Era ésta la cannabis, traída su semilla probablemente por alguna ave migratoria venida de la morisma y dejada en desahogo sobre el tejado tras un descanso hacia tierras del norte. La planta, que más tarde se conocería como “maría”, y cuyas propiedades alcanzarían grandes elogios y no menos persecuciones, mandóse fuera retirada antes de la procesión con Nuestra Señora el día 15 de agosto.
Decidióse, entre los vapores del dorado vino del Campo de Cartagena, que fuera izado, para que se la comiera, el rucio del cura, mosén Segismundo de la Cruz y de la Raya, licenciado en Salamanca y consultor de Su Ilustrísima, con una soga que al efecto pondrían en una polea sobre la espadaña de la casa de Nuestro Señor.
Mostró su aprobación el cura y, tras bendecir paternalmente al animal, ataron al rucio a la soga, en principio entre las patas traseras y delanteras, pero como el vino ya había hecho su efecto entre los festeros, redujeron la atadura al cuello, e izando al rucio, éste comenzó a rebuznar a medio camino sintiendo muy cercana su muerte.
Oyendo Don Quijote las quejas, que tan humanas semejaban, acercóse furioso a lomos de Rocinante hasta el centro de la plaza, y abriéndose paso entre la multitud, figurósele grande felonía y descalabro en la persona de un mozalbete que iba a ser ahorcado sin defensa, sin justicia y sin confesión. Viendo en ello un deshacer entuertos en pro de los desamparados y una aventura para hacer valer los cánones de la andante caballería, y seguido a pié por Sancho Panza, asustado por la figura amenazante de su amo y temeroso de otra nueva locura que diera por tierra en segunda vez del mismo día a su amo, gritó a voz en pecho Don Quijote:
- “¡Alto ahí, malandrines, follones, bellacos, que queréis hacer pagar al mozo por lo que no ha hecho! ¡Bajad de inmediato a ese inocente!”
Todos, aunque algo bebidos y no muy al tanto de la realidad, tomaron a Don Quijote por loco, y antes de que el cura y el regidor dieran una explicación al caballero, soltóse la soga, estando el rucio rebuznando a pleno pulmón, no se sabe si por el ahogo o por el ansia de comerse la “maría”, cuyo aroma ya había hecho girar en espiral sus ojos de almendra, y vino a dar el rucio sobre Rocinante y Don Quijote, en la misma puerta de la iglesia, por tierra aquéllos, sin sufrir daño alguno y liberado de su ahorcamiento.
Maltrechos y malheridos caballo y caballero, fueron ayudados por Sancho, que acudió raudo al rescate. Halló Sancho Panza al rucio como el animal más perfecto del mundo, y rogó al cura del lugar le fuera entregado para poder volver a su aldea sin la vergüenza de regreso a pié y sin jumento.
El cura, que como los demás vecinos no daba crédito a sus ojos ante lo acontecido, accedió de buen agrado a la querencia, no tanto por caridad y piedad, cuanto por la alcoholemia.
Y en Perín siguió la fiesta sin dar más importancia a la “maría” que había sido también salvada y cuyas semillas serían motivo de más fiestas.
Partieron Don Quijote y Rocinante, Sancho Panza y su nuevo rucio, dando gracias a Dios y a la Virgen de la Piedad, para más adelante hacer dos salidas en busca de aventuras por las tierras de España.
Y esto que aquí relato, muy estimado pueblo de Perín, hallado en los papeles de Hamete Benengeli, pero que el gran don Miguel de Cervantes y Saavedra no llegó a encontrar, es la historia verdadera del rucio de Sancho Panza, perinero animal que acompañólo en sus aventuras con el caballero Don Quijote siendo su escudero fiel, hermano y amigo, como mandan los cánones de la andante caballería.
Que sea del agrado de vuesas mercedes.
Aurelio SANZ,
párroco
Perín, Cartagena, julio de 2005
Bien amado pueblo de Perín, conforme al honor y luengos años de historia que en este Campo Oeste de Cartagena sembraron gentilhombres y fermosas doncellas, entre batallas y encantamientos, quiero relatar a vuesas mercedes, con la venia que os pluga y a mí se me conceda, la historia verdadera del rucio de Perín, animal que, no por menos rucio, mas sí por sabio y adelantado a los aconteceres de su tiempo, amén de su olfato y buen criterio, ocupó gran parte de las andanzas del hidalgo Alonso Quijano, sirviendo de cabalgadura a su escudero, el buen Sancho Panza.
Estos legajos que escribió Sidi Hamete Benengeli, y que luego trovó don Miguel de Cervantes y Saavedra, eximio autor de prosa y sonetos, de historias de la andante caballería, en forma novelada de universal reconocimiento, son los que hogaño cuento a vuesas mercedes y que no tuvieron parte en la primitiva redacción del libro Don Quijote de la Mancha. Vale, pues, ser apócrifo este relato, mas no falto de verdad.
Fue que corriendo el año del Señor de 1.590, en un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme, el ingenioso hidalgo Don Quijote decidió seguir los dictámenes de la andante caballería, deshaciendo entuertos y socorriendo menesterosos, y buscar dama que motivara y auspiciara sus aventuras.
Quiso, pues, dirigirse al Reino de Murcia, antes de lo que escribiera Hamete Benengeli acerca de su primera salida por los campos de la Mancha. Alonso Quijano, inspirado por el espíritu caballeresco de Baudolino de la Aljorra, de cuyas historias y aventuras poseía hasta tres libros: “Venganza en Galifa”, “Los encantamientos del Cedacero” y “El Código Perinero”, figurósele sentir la llamada de Casilda Agüera, mujer de buen talle de la diputación de Perín, a la que bautizó en sus delirios con el nombre de Angélica de los Liartes.
Un buen día, en los albores del mes de agosto, con el sol cayendo a plomo, salieron de incógnito Don Quijote con Rocinante, flaco, ingenuo y paciente, como su amo, y Sancho Panza, con un rucio entrado ya en años y descendiente directo, según le contó su abuelo, de la burra de Balaam, llegando la familia hasta el mismísimo asno que condujo a San José, la Virgen y el Niño a Egipto, y descendiente de éste la burrica que entró a Nuestro Señor Jesucristo en Jerusalén, de la cual era, al parecer, tataranieto de sus tataranietos.
Llegaron al reino de Murcia y buscaron el Camino Real de Cartagena, en cuyo puerto vieron por primera vez el mar, y no en las playas de Barcelona, como en el original cervantino se relata. Resultó que, en la ruta de Perín, cuando cruzaban la aldea de Molinos Marfagones, tuvo Don Quijote la visión de gigantes encantados en los pocos molinos de viento que daban nombre a la villa. Lleno Don Quijote de furia, arremetió sobre Rocinante contra el primero que encontró, con tal mala fortuna que vino a dar con la lanza en la puerta que cerrada estaba, cayendo por tierra y maltrecho el caballero andante y rota en cien pedazos la madera, de auténtica encina de los montes de Cartagena. Acudieron los lugareños y, lejos de atender los gritos e improperios que Don Quijote daba contra el temido gigante, llamaron a la Santa Hermandad.
Quiso la Justicia que, en pago por los destrozos, quedara el rucio de Sancho Panza en poder del molinero, amo de aquel molino sin puerta, al no considerar a Rocinante lo suficiente valioso para el trueque.
Y así siguieron camino de Perín en busca de Angélica de los Liartes, caballo y caballero, y escudero a pié enjuto, bajo el sol y con la primera derrota en las entrañas; feliz el hidalgo por sufrir en sus huesos el dolor ofrecido a la dama de sus sueños y sintiendo ya próxima la aldea de Perín, de cuyos habitantes había leído hazañas y apasionantes aventuras en los libros de caballería; triste y haciendo pucheros el buen Sancho Panza, tanto por ser desposeído de su amado rucio, de tan singular progenie venida del más antiguo pueblo hebreo, como por la consecuencia que tendría a la vuelta a su pueblo la burla de sus paisanos y, lo que peor auguraba, la reprimenda de su esposa, Teresa Panza, la cual llenaría de azotes a su esposo donde se piensa que no hay alma.
Llegaron mediada la tarde, con hambre, sed y cansancio y oyeron el jolgorio de música y danzas en la plaza donde se halla la iglesia, llamada ésta de la Piedad, en honor de Santa María, y cuya fiesta preparaban, como en tantas aldeas y pueblos, para el 15 de agosto, día de la Asunción de Nuestra señora.
Asombróse Don Quijote de la multitud de buenas gentes que ocupaban la plaza y las calles: habitantes de Perín, de Tallante, de Las Palas, de Los Puertos de Santa Bárbara, de San Isidro, de Cuesta Blanca, de La Aljorra, de Los Patojos, de Molinos Marfagones, de Canteras, de Galifa y El Portús, de La Azohía, de La Torre y hasta del Rincón de Sumiedo.
Buscaba Don Quijote a Angélica de los Liartes, la más fermosa dama por la cual dar la vida en sus futuras aventuras, mas ningún lugareño supo darle razón de ella. No fue sino tras casi toda la tarde de pesquisas que vino a dar con Casilda Agüera Madrid, que resultó ser madre de ocho hijos, casada con Licinio Montoro Torres, que había partido a las Indias a servir al rey de España y buscar fortuna. Desconsolado quedó Don Quijote y propúsose encontrar otra dama a la que dedicarle su sangre si fuera menester.
Mientras, todo el mundo festejaba la proximidad del día de la Virgen, corriendo sin obstáculo alguno el vino, el pan y las viandas entre la multitud. Halló el regidor del lugar, el bachiller Armando de Bricolaje, que a las veces hacía de alguacil, indecorosa una hierba crecida en la espadaña de la iglesia, de vistosas hojas en racimo de a cinco. Era ésta la cannabis, traída su semilla probablemente por alguna ave migratoria venida de la morisma y dejada en desahogo sobre el tejado tras un descanso hacia tierras del norte. La planta, que más tarde se conocería como “maría”, y cuyas propiedades alcanzarían grandes elogios y no menos persecuciones, mandóse fuera retirada antes de la procesión con Nuestra Señora el día 15 de agosto.
Decidióse, entre los vapores del dorado vino del Campo de Cartagena, que fuera izado, para que se la comiera, el rucio del cura, mosén Segismundo de la Cruz y de la Raya, licenciado en Salamanca y consultor de Su Ilustrísima, con una soga que al efecto pondrían en una polea sobre la espadaña de la casa de Nuestro Señor.
Mostró su aprobación el cura y, tras bendecir paternalmente al animal, ataron al rucio a la soga, en principio entre las patas traseras y delanteras, pero como el vino ya había hecho su efecto entre los festeros, redujeron la atadura al cuello, e izando al rucio, éste comenzó a rebuznar a medio camino sintiendo muy cercana su muerte.
Oyendo Don Quijote las quejas, que tan humanas semejaban, acercóse furioso a lomos de Rocinante hasta el centro de la plaza, y abriéndose paso entre la multitud, figurósele grande felonía y descalabro en la persona de un mozalbete que iba a ser ahorcado sin defensa, sin justicia y sin confesión. Viendo en ello un deshacer entuertos en pro de los desamparados y una aventura para hacer valer los cánones de la andante caballería, y seguido a pié por Sancho Panza, asustado por la figura amenazante de su amo y temeroso de otra nueva locura que diera por tierra en segunda vez del mismo día a su amo, gritó a voz en pecho Don Quijote:
- “¡Alto ahí, malandrines, follones, bellacos, que queréis hacer pagar al mozo por lo que no ha hecho! ¡Bajad de inmediato a ese inocente!”
Todos, aunque algo bebidos y no muy al tanto de la realidad, tomaron a Don Quijote por loco, y antes de que el cura y el regidor dieran una explicación al caballero, soltóse la soga, estando el rucio rebuznando a pleno pulmón, no se sabe si por el ahogo o por el ansia de comerse la “maría”, cuyo aroma ya había hecho girar en espiral sus ojos de almendra, y vino a dar el rucio sobre Rocinante y Don Quijote, en la misma puerta de la iglesia, por tierra aquéllos, sin sufrir daño alguno y liberado de su ahorcamiento.
Maltrechos y malheridos caballo y caballero, fueron ayudados por Sancho, que acudió raudo al rescate. Halló Sancho Panza al rucio como el animal más perfecto del mundo, y rogó al cura del lugar le fuera entregado para poder volver a su aldea sin la vergüenza de regreso a pié y sin jumento.
El cura, que como los demás vecinos no daba crédito a sus ojos ante lo acontecido, accedió de buen agrado a la querencia, no tanto por caridad y piedad, cuanto por la alcoholemia.
Y en Perín siguió la fiesta sin dar más importancia a la “maría” que había sido también salvada y cuyas semillas serían motivo de más fiestas.
Partieron Don Quijote y Rocinante, Sancho Panza y su nuevo rucio, dando gracias a Dios y a la Virgen de la Piedad, para más adelante hacer dos salidas en busca de aventuras por las tierras de España.
Y esto que aquí relato, muy estimado pueblo de Perín, hallado en los papeles de Hamete Benengeli, pero que el gran don Miguel de Cervantes y Saavedra no llegó a encontrar, es la historia verdadera del rucio de Sancho Panza, perinero animal que acompañólo en sus aventuras con el caballero Don Quijote siendo su escudero fiel, hermano y amigo, como mandan los cánones de la andante caballería.
Que sea del agrado de vuesas mercedes.
Aurelio SANZ,
párroco
Perín, Cartagena, julio de 2005